jueves, 11 de marzo de 2010

La tierra

Llegar a la tierra propia. Extraño, tal vez, que fue el Uruguay el que me dio ese regalo. A mí no me sorprende. Al cruzar la frontera, una avenida en el Chuy, con los últimos reflejos del día, sentí una emoción muy honda, y que pocas veces había vivido: la de llegar a mi tierra.

Comenzó en los campos gaúchos, sur de Rio Grande do Sul. El horizonte estirado, los verdes pálidos e intensos, ondulados. Las nubes. El aire. Los caminos vacíos, nostalgiosos. Sobre todo, al atardecer prolongado y sin apuro.

Luego, al bajar del ómnibus, un hombre en la calle, barba, mate y pucho. El frío del fin de la tarde. El castellano.

Por la noche, ya, una parrillita, la primera en mucho tiempo. Copa de vino, tira de asado, pan con manteca antes que llegue la comida. En la televisión, partido de fútbol. Brindis con todos los que llevo adentro. Salud.

Extraño, tal vez. Pero no me sorprendió. El Uruguay es, para mí, esa patria intocable que se hace con la infancia. Y varias cosas más. Un lugar muy querido. Y que, en ese cruce, fue la tierra. La tierra.

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en el medio del campo
una casa de ladrillos
solitaria.

dos ventanas, una
encima de la otra
miran largas al sol que se pone.

entre los postes
camina el silencio.


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en la punta, donde
el agua llega mansa hasta el malecón,
compré medio quilo de mejillones.

con vino blanco, ajo
y perejil, me dijo
la vendedora
que tengo que cocinarlos.

salvo lo del vino
recordaba el resto, pero aún
así esas conversaciones
afables, mínimas
son siempre reconfortantes.


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el sol demora
en esconderse, está clavado
en la orilla del cielo.

las gaviotas no lo miran
pero lo sienten, parece.
y algunas, al abrigo
de la última luz, conversan
en parejas.

pasa un velero.

la isla se ve larga y antigua.

un hombre mayor señala
al este, y dice
a su nieto: mirá
ya salió la luna


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la mañana, fría, flota
en un halo de transparencia.

el rocío se demora
aún en el pasto
y cuando regreso de caminar
por el jardín, la sombra
de mis pies se dibuja
perfecta en las piedras.

un zorzal pasea por el suelo
con la elegancia
de la sencillez.

Cidade maravilhosa

Para el final, lo primero que se parece un poco más a una crónica sobre mi paso por una ciudad. Desafío de escritura, y jugar un poco al escritor. Me fui, una noche, la última en la ciudad, a tomar una cerveza junto al mar, con el cuaderno. Y estuve un rato trabajando.

Luego seguí, en el Uruguay. Y hoy, ya hace una semana en Buenos Aires, lo paso al blog. Bienvenidos.

I - La escritura y los lugares

La primera vez que fui al museo de arte moderno de Río de Janeiro era domingo de finales de carnaval. Al llegar a la puerta, sin embargo, me llevé una decepción. Un policía me informó que estaba cerrada, y que recién abría nuevamente el martes.

Ese día regresé. Pero al entrar, una mujer de uniforme militar, a la que no esperaba encontrarme, me explicó que el edificio del MAM no era ése, que servía, en realidad, de base la museo de la segunda guerra mundial. El que yo buscaba, agregó, estaba doscientos metros más adelante.

Que ambos museos estén en un parque, y que el museo militar tenga una estructura aquitectónica bastante audaz ayudaron, sin duda, al equívoco. La cuestión es que el domingo, cuando el MAM sí estaba abierto, finalizaba una exposición que hoy pienso me hubiera gustado ver: "Take care yourself", de Sophie Calle. De cualquier manera, es probable que, si hubiera entrado al museo el domingo, hoy no estaría empezando por referenciar la muestra. Quiero decir, me impactó por el modo que lo hizo por llegar en un momento en que, ordenados por el azar, sentimientos, palabras, preguntas, temperaturas, sonidos, se habían configurado de modo tal que, al mirar, el martes, el catálogo de la exposición, sentado en un banquito del salón del núcleo experimental de educación y artes, algo comenzó a decantar hasta llegar a convertirse hoy, en un punto más o menos nítido que funciona como referencia, faro, al comienzo de esta crónica sobre mis primeros y, por ahora, únicos, cinco días en Río de Janeiro, ciudad de Vinicius y Jobim, del carnaval carioca, la playa de Ipanema y varias cosas más.

Take care yourself. La instalación, o lo que supe de ella a través de un libro que hojeé en no más de veinte minutos, parte de un hecho de la vida de la artista: la separación con su novio. Más específicamente, el mail que el le envió informándole de la ruptura. Sophie Calle imprimió y repartió el mail a ciento siete mujeres, elegidas por sus profesiones o competencias dadas por roles en la vida, pidiéndoles que, a su modo, lo interpretaran. Había una psicoanalista, una adolescente, una criminóloga, varias actrices. Entre otras, por supuesto. Eran ciento siete.

Cada una hizo lo suyo: análisis textual, una performance, una música, una fotografía. Interpretaciones diversas y en grandes cantidades.

De entrada, me provocó bastante rechazo. Por dos motivos, principalmente. Uno, el partir de un hecho de la vida privada, y tan íntimo. Eso me resulta triste, y no uso esta palabra en su sentido peyorativo, sino de modo mucho más literal: me entristece pensar a alguien mostrando a todo el mundo una carta así. Segundo, porque, aunque después lo pensé en sentido exactamente contrario, me pareció un elogio a la hiperinterpretación. Y creo, a veces, que toda explicación y comprensión mata la vida del cuerpo y la palabra. A veces. De hecho, un rato después, estaba pensando casi todo lo contrario. Si es que lo contrario es asumir que uno interpreta, mucho y permanentemente, quiera o no.

Acá se enlaza con la llegada a Río. Si estoy ahora, en mi última noche en la cidade maravilhosa, jugando al escritor en una mesa de bar, es, en parte, porque el sábado último pasé el primer rato de la primera mañana leyendo Confesiones de un burgués, de Sandor Marai, disfrutando centímetro a centímetro de las peripecias, ingenuidades y lucideces de la vida de un escritor, y volviendo a pensar que muchas de las cosas más lindas de mi vida están atravesadas por eso que llamo horizontes míticos, ficciones que dan al paso del tiempo, habitualmente confuso y oscuro, ciertas coordenadas, cierto pulso, ciertos colores. Me di cuenta, en la mañana del sábado, que el estar solo, en una ciudad con rincones e historia, varios días, podía ser muy rico si ese ser esos días solitario, que vengo a ser yo, se ponía, sin mostrárselas a nadie más allá de, tal vez, alguna mirada, las ropas de Marai, junto con las de Cendrars y Aira, por traer escritores de los que hace no tanto leí textos autobiográficos.

Interpretación, ni más ni menos. ¿Hay otro camino? En la selva de los símbolos, por lo menos puedo elegir las plantas de las que me sirvo, los árboles a los que me trepo.

Tomé más conciencia con el paso de los días. Disfrutaba de atravesar el paisaje, los días, la gente, no sólo con el juego del escritor cínico, sino también con la saudade de Vinicius, todo el abismo baudeleriano del mar, el Río de Janeiro capitalino y decimonónico de Machado de Assis. Y para eso necesitaba de la palabra, de la escritura. De dar al mundo, al tiempo, a la ciudad, una ciudad, un tiempo y un mundo propios. Literatura, que le llaman. Creo que todos la practicamos, todo el tiempo. Pero a veces hace falta darle un lugar más concreto. Así, heme aquí escribiendo, tomando una caipirinha y frente al mar de Copacabana.

II – La ciudad. Paisaje y lugares para estar

Hace ya años que me pregunto si quiero o no vivir en Buenos Aires, y, más a fondo, si quiero o no vivir en una ciudad. Habitualmente me respondo que no, pero tengo evidencias para sospechar que estoy mintiendo. Por lo menos en el tono de certeza con la que contesto.

Río de Janeiro es una ciudad. Esto es, entra a jugar inevitablemente en la pregunta de antes. Y me pongo el interrogante, ¿podría vivir acá? ¿Me gustaría?

Para mí, y al menos en este momento de mi vida, esto tiene una prolongación en una antropología del habitar, de la arquitectura, de los espacios. ¿Cómo las personas conciben, practican, ordenan, viven el espacio? ¿Y cómo entro yo en este movimiento?

¿Qué es lo que espero de una ciudad, lo que espero de un pueblo, lo que espero de vivir frente al mar, en el campo, dentro de un bosque? Por lo pronto, en estos seis meses que ya llevo de viaje, me hice la pregunta varias veces, y casi en cada lugar donde estuve. Y, más allá de un amor intenso por Sao Luis do Maranhao, donde me imagino viviendo, pero no más de un año, hay dos ciudades en las que me dan muchas ganas de parar algún tiempo largo. Una es Río de Janeiro.

¿Por qué?

Se cruzan, inevitablemente, y pienso que cualquier antropología del habitar debe incorporar también, factores más objetivos, por llamar de alguna forma a los que tienen que ver con comodidades, receptividad de la población, geografía, cercanía con otros lugares importantes para mí, con factores subjetivos. En esta segunda categoría quedan, por las arbitrariedades a las que lleva el pensamiento binario y por opuestos, los horizontes míticos de los que hablaba antes.

Río de Janeiro tiene no sólo la calidez de las canciones de Jobim y Vinicius, la magia que, en mí, por asociaciones que conozco sólo en sus capas más superficiales, despierta el sólo saberme en la ciudad de la que partieron y sobre la que cantan sus música, sino también varios otros aspectos que no dejan de encantarme. Quiero ahora escribir un poco sobre eso.

El paisaje es lo primero. Aunque ya había tenido antes esa sensación, al subir al Corcovado y mirar la ciudad desde lo alto, pensé que, antes de haber alojado a Río de Janeiro propiamente dicho, el lugar en que se levantó la ciudad debe haber sido bellísimo. La floresta de Tijuca, un mato denso que cae, a veces en picada, hacia el mar, reina en toda la zona sur y oeste. En medio, una laguna inmensa, no lejos de la costa. Y, dispersos por entre la tierra y el agua, morros de todas las formas y tamaños.

La sensación es de una tierra infinita para ser explorada, siempre quedan rincones. El océano, además, tiene muy atenuada la impresión de abismo que habitualmente produce. Con una ingenuidad que sale fácil, o con mirada de soñador, como la llamaría Bachelard, no es difícil pensar que si uno es llevado mar adentro va a terminar recalando en alguno de esos islotes de piedra y monte, en general deshabitados, que están en frente de la costa.

En estos días, además, comencé a encontrarme con un fenómeno que, de volver y quedarme más tiempo, imagino no hará más que acentuarse: cada morro, cada elevación de la piedra, tiene una personalidad y un aura particular. Como si fueran seres mágicos, deidades, centinelas de la tierra. Aunque otras veces había sentido fuerzas semejantes con cerros en otras latitudes, por lo general había sido con montañas imponentes, majestuosas. Los morros de Río no sólo son menos altisonantes, más paganos, sino que, el estar dispersos y no en un continuo de cadena montañosa, los hace más singulares, más extravagantes.

La ciudad se elevó donde pudo. Esa observación se la debo a Bruno, el amigo que me recibió estos días en su casa, y se puede comprobar claramente mirando desde cualquier punto de la ciudad (o, más bien, el centro y la zona sur, que fue lo que conocí). Calculo que ese fenómeno se debe a que, aunque algunas laderas son la base de favelas, la mayoría resultan demasiado empinadas para ser habitadas. Así, aunque no creería que hubo una intención en ello, la integración entre la urbe y la geografía original se da de forma certera y armoniosa.

Al mismo tiempo, aunque ahora mirando el paisaje desde dentro, Río ofrece muchos lugares públicos, abiertos, para estar. Quiero decir: en Buenos Aires muchas veces me siento atrapado en i casa, sin la posibilidad de estar, de quedarme en otros sitios. Y eso que mi ciudad tiene muchas plazas, algunas bibliotecas lindas, varios parques, algunos lugares en la costa del Río de la Plata.

Aquí, pasé los últimos tres atardeceres en la playa de Ipanema, una mañana en una cascada a quince minutos a pie desde atrás del Jardín Botánico, un rato del mediodía en un parque un poco decadente pero pero lindo, arbolado, amplio y en pleno centro, y encontré varios otros sitios en los que podría pasar horas en cualquier momento del día. Valoro mucho esta diversidad, esta disponibilidad que no sólo amplía el espacio habitable sino que, ya pensando también desde la antropología, ofrece contextos varios de interacción social.

Aunque la calle, en cualquier ciudad, sea pública, lo cierto es que difícilmente uno pueda estar, quedarse, en cualquier lugar, ya sea por falta de comodidades, contaminaciones varias o falta de norma social. Los que se quedan en la calle todo el tiempo son los linyeras, que están justamente fuera de la sociedad en términos económicos, de parentesco, simbólicos. La calle es para transitar.

Al mismo tiempo, la falta de lugares públicos para estar (no encuentro otra palabra más clara, aunque esta me resulte imprecisa) implica un mayor aislamiento social. Uno sólo puede encontrarse y conocer otra gente en ámbitos en los que va para hacer algo.

Conocí también otros lugares que pensé que podría frecuentar si viviera en Río. Además de la playa, dos de ellos degustaron especialmente para quedar un rato. Uno es el que fui la mañana en que llegué. Junto con Bruno, mi anfitrión, y Mark, el canadiense más tierno que haya conocido, tomamos un colectivo desde Copacabana, del que bajamos después de no más de diez minutos. Rodeamos el perímetro del jardín Botánico, hasta llegar a una entrada. Atravesamos una zanja y empezamos a subir, en un camino de pendiente leve. A los cinco minutos me había olvidado que estaba en una ciudad, y ningún sonido urbano se apersonaba para hacerme acordar. A los quince minutos habíamos llegado a una pequeña cascada, donde, entrando apenas en una gruta, el chorro de agua helada sacude el cuerpo. Luego del baño, nos quedamos un buen par de horas conversando y tocando la guitarra.

El otro lugar es en Santa Teresa, y fui el día anterior a mi partida. Se llama Parque de las Ruinas, y gana su encanto con una combinación entre un jardín pequeño pero amable, un mirador que premia los cuatro pisos de escaleras con una vista que barre desde el Maracaná hasta el Pan de Azúcar, dejando en el medio toda la Bahía de Guanabara, y el aire mítico que le otorga al edificio haber sido una casa donde se reunía la creme de la sociedad carioca a principios del siglo XX, en el salón de una señora con más de un apellido. El predio, que ignoro por qué está en ruinas, fue restaurado, además, con un proyecto arquitectónico interesante, que dejó vigas y algunas paredes de la construccion original, permitiendo, en las zonas derrumbadas, que el aire y la luz pasen a gusto. Así, y con la seguridad que dan algunos arreglos más modernos, el parque de las ruinas mantiene cierta aura fantasmal, que le queda muy bien.

Como sea, subir en esa mansión que ya no existe, hasta la terraza, y dejar a la vista libre con masas y masas de aire h asta el mar y la ciudad, es lindo, lindo.

III – La ciudad. Caminatas, recorridos

Entre la quietud y el movimiento, que dividen el apartado anterior y el presente, hay, por supuesto, inclasificables. Uno de ellos es el museo. Al menos un museo en particular, el de Arte Moderno. Y se debe, principalmente, a su arquitectura.

La arquitectura es una disciplina que me fascina hace mucho tiempo, pero que creo haber redescubierto en estos días, en Río de Janeiro, de una manera distinta. Primero, con mi visita al palacio Gustavo Capanema, en el centro de la ciudad, un edificio con plano original de Le Corbusier y realizado por varios arquitectos, entre los cuales estaba Niemeyer, en la década del cuarenta, con la presidencia de Getulio.

Al Capanema llegué de casualidad, haciendo tiempo para la apertura del MAM. Luego de comer un açaí bastante pobre, en un barcito que prometía, me metí en las calles del microcentro. Y ahí, entre los edificios monstruos y los cariocas encorbatados, me encontré con una placa, en un jardín pequeño, mostrando que se trataba de una construcción histórica.

Lo cierto es que la placa me parece muy bien puesta. Más allá de que el edificio es realmente distinto a los otros que lo rodean, y que se destaca por unos trabajos bellísimos en azulejos y una escultura exterior, con la vorágine urbana me hubiera pasado, sin la información, desapercibido. Además, creo que no hace falta que repita cómo un relato, una ficción (de eso se trata la placa) puede provocar transformaciones en el mundo de todos los días.

Decidí entrar en el edificio, aunque sea para conocerlo de adentro. Y, ayudado por una excusa que no lo era tanto (conocer un programa de artes y participación ciudadana que funcionaba en el decimotercer piso) subí el ascensor y recorrí un poco los interiores. La luz, los materiales, los colores, la circulación. Y también el aire de época. Es extraño porque lo que tengo para escribir del Capanema es más bien pobre. Pero no quería dejar de escribirlo.

Volviendo al MAM, a donde fui al salir de allí, está en el Parque do Flamengo, en unos terrenos que fueron prolijamente rellenados y ganados a la baía. Esto de incluir un museo dentro de un parque ya lo había visto en San Pablo, creo que también con el de arte moderno. Buenos Aires también lo tiene en los bosques de Palermo, pero el Sívori es más chico, y se lo siente bastante a un costado, escondido. O tal vez eso me pase a mí, por ser en mi propia ciudad.

Como sea, al atravesar, por un puente, la avenida que divide primero Catete, luego gloria, y, finalmente, el centro, del Parque do Flamento, se camina apenas por un sendero y se llega a la parte de afuera del museo. Valga la digresión, aunque los puentes y túneles de los que están invadidos varias de las ciudades brasileras que conozco no me gustan para nada, los que permiten llegar a este parque, ligeramente curvos, son muy lindos. Una vez llegado al territorio del museo, hay una especie de fuente, o piletón, con agua y algunas plantas. Para cruzarlo, se puede elegir una estructura extraña de baldosones cuadrados, de unos dos metros de lado, y separados por una franja de alrededor de veinte centímetros. Por esa franja se ve, y por debajo de los baldosones se deduce, el agua, y caminar por allí da una sensación hermosa de flotar, como si se caminase sobre una familia de victorias regia de cemento. Podría haberme quedado un rato largo pasando de un lado al otro.

Luego, el museo, incluyendo una sala de exposiciones, cinemateca, café y parte administrativa, tiene forma de L, pero la estructura principal tiene, en la parte de abajo, un gran hueco, y las salas quedan a los costados y arriba. Lamento no conocer en absoluto el léxico arquitectónico. Es como una inmensa galería abierta por ambos lados, y sobre la cual están los salones principales.

Nuevamente, el aire, el vacío como elemento fundante del espacio.

Al ingresar al predio donde se compra la entrada y se pasa al museo propiamente dicho, hay una maqueta, hecha en la década del cuarenta, cuando la construcción se comenzó. Ahí, además de enterarme (y no anotar) el nombre del arquitecto, pude deleitarme con los placeres de la ficción, la representación de un lugar dentro del cual yo estaba parado, y la miniatura.

Las maquetas me gustan mucho.

Del museo en sí, quiero decir, de las obras, no obtuve grandes impresiones. La más duradera fue, como se habrá visto en el comienzo de esta crónica, la del catálogo de una exposición que acababa de retirarse. No atribuyo eso a una mala colección o curación, sino al azar. Ese mediodía era eso lo que, evidentemente, podía impactarme. Hay, de hecho, en el MAM de Río de Janeiro, pinturas y esculturas interesantes. Pero no se comunicaron conmigo ese día.

Más allá de, o justamente por eso, quiero decir, por cierto gran placer, cierta intensidad vivida aún sin la particularidad de una obra, me conecté con el museo de una manera especial. Una manera que me conectó, en realidad, más con la generalidad de los museos, el museo como institución, como lugar, que con el MAM en sí. Tal como me había pasado con el cine en Sucre, redescubrí el deleite de algo que podría no existir y, sin embargo, existe.

Me encontré con las obviedades del museo, que no me resultaban tan obvias. Un silencio muy particular, muy habitado. Un lugar para caminar haciendo dibujos amplios y enrevesados con los pasos, casi bailando. Un refugio de limpieza y prolijidad, para esconderse de estados de desahucio que genera la ciudad, y uno mismo, solito. Y, por supuesto, un lugar que está hecho para ver obras de artes visuales. Y que tiene algunas que son muy pero muy buenas.

Quiero decir, como un sillón comodísimo, en una galería que da al mar, con un libro de, pongamos, Saer.

No estuve, en Río, en otros museos, exceptuando algunas entradas fugaces en pequeñas muestras o galerías en las que no había que pagar entrada. Pero no hubo en ellas nada que contar.

Sí hubo otras caminatas, paseos. La caminata es otro modo de habitar la ciudad. Para alguien que guste de la literatura, y conozca a Baudelaire, es inevitable relacionarlo con el flâneur. Aún así, no todas las caminatas son con el cinismo y la mirada distante, dandy, del poeta Carlitos. Pero es siempre una opción.

Río de Janeiro, muy cortada (o unida, como se prefiera) por túneles, no es una ciudad tan caminable. No es posible, sin meterse en ellos, recorrer grandes distancias, o al menos esa fue mi experiencia. E ir dentro de los túneles, que muchas veces son largos, no es tan agradable.

Así, hubo un barrio que elegí como territorio de expedición: Santa Teresa, famoso en Río por ser el barrio bohemio. Es verdaderamente lindo. En un morro, junto al centro y con pendientes hacia Gloria, Lapa y el Corcovado, entre otros, Santa Teresa tiene calles que rara vez van recto y nunca plano. La arquitectura oscila entre caserones de lujo, pero con buen gusto, casitas más humildes y bonitas, sencillas, varios edificios de máximo cuatro pisos, que deben ser de entre los cincuenta y los ochenta, y, sin ninguna ostentación, me resultan muy simpáticos. Además, hay por lo menos un castillo. Y, en una zona, varios restaurantes y bares. Uno de los problemas de Santa Teresa es que casi no tiene negocios, apenas algún mercadito. Pero eso lo hace también más tranquilo.

Yo fui tres veces, aunque usé sólo en una, la última, el bondi (tranvía, allá) para bajar y colgado del estribo. Antes, siempre a pie o en colectivo. Cada vez que fui, me encontré más de una vez junto a alguna cornisa, de cara al paisaje. Santa Teresa es un mirador permanente, y, además, lleno de árboles.

También promete rincones audaces. Yo conocí sólo uno, el Largo das Letras, con barcito en patio antiguo, roda de samba ao vivo en la tarde, librería, gente linda. Sospecho debe haber otros sitios también. El problema es que, para ir por la noche desde Copacabana, donde estaba parando, había que tomar dos colectivos. El bondinho deja de funcionar al as ocho, e ir caminando dicen que es peligroso. Pero quedan ganas de, algún día, morar un tiempo en uno de esos edificios que tanto me gustaron.

Otra caminata fue con una modalidad poco habitual en mí. Me puse el mp3, con los auriculares, y, Kevin Johansen primero, Carnota después, anduve Copacabana, Botafogo, con varios rodeos, y luego, tras metro a la Central do Brasil, centro. Aunque, salvo algunos rincones de Botafogo, tanto ese barrio como Copacabana tienen la insipidez de los barrios burgueses de este tiempo, siempre me parece bueno andar sin rumbo. Y los alrededores de la Central, a los que no les falta rock and roll, son un sector que adoro (Baudelaire, mesmo) en cualquier ciudad.

Van, y a modo de cierre, algunas estampas que fueron apareciendo por ahí.

Campo de Santana

en medio de la ciudad blanca,

islas negras. el parque es una

y entre troncos añosos, gansos,

sendas circulares, jardineros,

las enredaderas fueron formando

la selva, escondrijo, sombra, remanso

donde la ciudad se transforma.

un hombre se quito la pierna

(no para comérsela, como en Macunaíma)

que, de plástico, va desde sus muslos al suelo.

sentado en un banco, conversa.

una puta duerme

cerca del agua, acostada

sobre el césped, que no se puede pisar.

sobre una base de cemento, acostados

los muchachos, capitanes, tal vez

de este campo, sin arena.

Estación Central

nos miramos a los ojos

un ratito, y no tarda

en invitarme.

le digo que no, obrigado.

el sol revienta

el asfalto, por el mercadinho

junto a la estación.

estoy parado en un lanchonete

donde como por un real, y al lado

en la puerta del hotel Severino,

ella fuma, desgreñada,

de shorcito y top

de bikini.

termino el jugo y pido

otro salgadinho, llega otra

un poco más rubia, un poco más vieja.

lleva una remera larga, pareciera

que abajo no tuviera

más que una bombacha.

en el gemelo izquierdo, yace

un tatuaje descolorido

ya indistinguible.

la negra, joven, le convida

unas pitadas, y miran

las dos a un horizonte

que yo no veo.

Ipanema

el sol se hunde atrás del morro

con sus puntas en alto, y rocinha

inmensa y extendida.

desde la arena, lo miro

entre ola y ola.

más allá de la gente,

las palomas, que delatan la ciudad,

los edificios, un grupo

de porteños que gritan al lado mío,

la escena tiene su magia

escribo y de pronto me resuena

una palabra, ipanema, que es

la playa donde estoy.

eso alcanza

para que el paisaje tome

otros colores, otros sonidos, si soy

lo suficientemente lúcido para mantenerme ingenuo.

un baño de lenguaje

feliz en este caso.

y aún así, esta luz

que petrifica las nubes, es bella

del mar llega un aire frío, y una ola

cualquier ola, rompiendo,

antes de llegar a la orilla

me dice lo que quiero oír.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Terras do sem fim

De las tierras de Caymmi y Amado, entre varios otros, algunos poemas, algunas palabras que fueron saliendo, sueltas.

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Después del chamamé

detrás de la bahía
atardece.

cada proa
de cada barco
apunta a un horizonte distinto.

están quietos.

detrás de la ventana,
yo me hamaco
me hamaco, lentamente.


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Direta Santo Antonio

anocheció en el santo antonio
brisa sobre el empedrado

en la esquina
de la bajada del fuerte
el filósofo de remera roja
toma cerveza, recostado
en la baranda.

arriba, un hombre
junto al coche, canta
rap sobre el rap que suena
y covida a dos amigos

una niña juega
con sus muñecas en el alféizar
de la ventana. habla
con su voz finita
y cuando paso me mira,
nos quedamos mirando.

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Amparo

al amparo de un mangue
levemente inclinado hacia el mar
miramos caer la lluvia

la marea bajó
y dejó la playa limpia.
de a poco, se irá poblando de pisadas

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Cuna

pasamos rápido.

por la ventana
del colectivo, veo
en el agua, próximo
a la orilla, un bote
pequeño, que al vaivén
de las olas, llegando
se mece

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Aeropuerto

llegaron al fin
los capitaes da areia
cuando ya me estaba yendo
de su tierra, del cais.

de madrugada, en el aeropuerto
estaban tan niños como siempre.

llegaron a la sala alta
donde dormíamos, unos cuantos
esperando algún vuelo.

eran tres
caminando cancheros.
uno me preguntó a dónde iba
y cuando le contesté
se quedó repitiendo, quero ir pro río
quero ir pro río.

el segundo se reía
sin parar, de sus propios chistes, el tercero
más misterioso, para mí, alto
y flaco, diría que melancólico.

descalzos, de paso alegre
mirada viva, venían
a jugar

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Para cerrar, una cita de Sandor Marai, de Confesiones de un Burgués

"La poesía es ejercicio, exercise, práctica cotidiana en el sentido que se da a la palabra en un convento o en un circo"

Otros

El regreso. Ya adentrado en Buenos Aires, hace unos días, transcribo los últimos textos. Despedidas. Incorporaciones. Colores que quedan.