domingo, 13 de diciembre de 2009

un centinela y una puerta

Mañana nos vamos de La Paz. Con Mike y Bandito, la camioneta con motor de 500 cc que será nuestra compañera de viaje, partimos cerca del mediodía hacia Coroico, en Los Yungas, y comenzamos, de a poco, nuestra despedida de Bolivia.

Por lo pronto, es la despedida de los cerros, del altiplano. Mañana en la tarde el paisaje tendrá más verdes, y las montañas, que aún van a estar rodeando el horizonte, van a ser más bajas y con otros aromas. Y de ahí, bajando, poco a poco, la selva. El barro, el río, hasta llegar al mar.

Falta, pero ya se empieza a sentir el latido. "El mar es un cantor inseparable", dijo Francisco Madariaga. Comenzamos a oír las melodías, entremezcladas con los últimos acordes del silencio hermoso, hondo, de la montaña.

De eso que suena calmo, algunos ecos.

Tiwanaku. Un valle vasto, con mucho cielo. El aire pasa silencioso, se respira lindo. Al fondo, creo que hacia el oeste, se ven montañas que son ya parte de Perú. Están del otro lado del lago, el Titicaca.

Conversamos con Franz, el guía, nacido y criado en el pueblo. En él, a medias consciente, la herencia de todos los templos, los aires y los soles que ahí viven. Sabidurías.

Históricamente, antropológicamente, varias de las cosas que dice parecen dudosas. Pero, ¿quién tiene la autoridad para hablar acerca de Tiwanaku, de su lugar? Para reapropiarse de la historia. Para hablar, próximo a la reelección del Evo, de una sociedad que, hace tantos cientos y miles de años, era comunista. ¿Qué es Tiwanaku? ¿Cómo podemos contar su historia? ¿Quiénes pueden contarla?

En el medio del recorrido, un montículo, hecho hace pocos años, con cuatro vasijas en sus extremos. Lo usan actualmente en solsticios y equinoccios, para hacer las ceremonias. Es ése el lugar elegido. Franz se lee a sí mismo y a su gente a la luz de los monolitos, que llevan en una mano un vaso de sacrificios y en la otra el bastón de mando. El dos es el número de la cosmovisión andina, nos cuenta.

Cuenta también que lo que dice en la guía lo aprendió en la universidad, en parte, pero también desde antes, de sus abuelos y de los amautas. Y que sigue aprendiendo. Que cada vez que visita Tiwanaku, como guía (lo hace dos o tres veces por semana) se sigue emocionando.

Aunque podría ser parte de un discurso armado, de un cassette, se nota que no lo es. No digo que sea algo puro, no me interesa esa palabra. Seguro que tiene elementos que también vienen de otros lados, occidentales, urbanos, modernos. Pero sí es genuino. Es una lectura genuina.

Además, un aparte para la puerta del sol, inexplicablemente imponente. ¿Es la forma de la construcción? ¿Los símbolos grabados en su parte superior? ¿La magia de una puerta suelta en medio del valle? Nuevamente, como hace cinco años, me quedé un rato frente a ella.

Juarroz dice, de alguien, que nunca dibujó una puerta/ no quería entrar ni salir/ sabía que no se puede. Esta puerta no me parece, tampoco, para entrar ni para salir. Tal vez, como algunas puertas que debamos hallar o inventar, sea para quedarse al frente, dejando que las que entren y salgan sean las cosas del mundo y del cuerpo, de uno y el universo, de la tierra y el hombre.

Una puerta que es, por sí misma, una encrucijada.

El Illimani. Lo vemos, nevado, gigante, bello, al fondo de la ciudad, en días soleados. Contiene, protege. Es muy grande y muy lindo, como un dios.

Ahora, en nuestro camino, casi un centinela que vigila por nuestra partida del altiplano. Amo esa palabra, centinela, no se bien por qué. En portugués se escribe con ese (sentinela) y Milton tiene una canción muy hermosa con ese nombre, que ahora mismito voy a ponerme a escuchar.

Y al Illimani lo encuentro, ahora, de lleno con esa palabra.

En La Paz, ciudad en la que es casi difícil encontrar territorio plano, caminamos mucho. Pasajes sin salida, personajes misteriosos por las calles, puestos callejeros por todos lados, miradores inopinados al dar vuelta la esquina. El sol se refleja en ventanas de casas de ladrillos sin revoque, y es hermoso. Y por la noche, con el frío, aparecen otros fantasmas. Amigables.

Me perdí, caminando, varias veces. Las calles dan vueltas, es casi imposible orientarse en algunos lugares. De repente, seguro de estar en el lugar al que quería llegar, aparecía del otro lado.

Una noche, volviendo al hotel, tres veces me dirigí, sin quererlo ni saberlo, hacia el lado exactamente opuesto. ¿Qué embrujos?

Tal vez son los problemas de leer una ciudad a través de un escritor. Fue, acá, Jaime Sáenz, y a Felipe Delgado me lo encontré, tal vez, algunas veces. Inopinadamente, palabra que descubrí bella con Jaime.

Me llevo, gracias al poder andar en camioneta, un par de aguayos. En esas líneas, en esos colores, tal vez esté escrito el camino que, en estos meses, fuimos recorriendo.

Otros aguayos aparecieron en el museo de folklore y etnografía, hermoso y bien curado. Allí también nos sorprendieron, mirando, máscaras de todos los rincones de Bolivia. Era una muestra en una sala sin ventanas, totalmente oscuras. Y con un sistema de encendido de luces automático. Que no andaba demasiado bien.

Así que, cada tanto, se volvía de noche. Y al regresar la luz, las máscaras estaban esperando, a pura risa.

Nos vamos de La Paz. Arrancamos a bajar, primero a la selva. Al fondo, late el mar. Lo extraño, lo quiero, lo ansío. Pero antes hay muchos colores, muchos caminos.

Un centinela callado e inmenso, como un dios. Una puerta por la que no se sale ni se entra. Así nuestra partida del altiplano.

Hasta pronto

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