martes, 5 de enero de 2010

De La Paz a Riberalta (cuarta entrega)


XX

Salimos de Coroico, finalmente, alrededor de las diez y media de la mañana. Mal comienzo para nuestras pretensiones de rally, para nuestras expectativas de madrugadas en las que un grupo bien acoplado y veloz trabaja en conjunto para estar en la ruta aún con el fresco, andando. Lo cierto es que hoy, ya acabado el recorrido, podemos decir que el único día en que salimos de madrugada fue el primero, y no por nuestro deseo, sino más bien al contrario.

Qué se le va a hacer.

Bajamos unos diez minutos, por el mismo camino donde habíamos subido, y encontramos la ruta que se abría hacia Yolosita, primero, y luego a Caranavi. Supuestamente ya habíamos pasado la ruta de la muerte, yendo hacia Coroico. Pero sin dudas lo que venía ahora era, aún sin ser tremendo, mucho peor. Más pozos, más cortes abruptos del camino. El mismo paisaje imponente de los yungas, en la ladera oriental de los andes.

Viajamos el resto de la mañana y, cerca del mediodía, paramos a almorzar junto a un río. Desde la ruta, el lugar parecía perfecto. Una sombra bastante amplia, cómoda, con piedras para sentarse, a metros del agua corriendo. Bajamos de Bandito con pan palta, tomate, cebolla y unos huevos duros que habíamos cocinado la noche anterior, y nos dispusimos a preparar los sánguches. Rico, fresco, el pic-nic.

Pero mejor sin los bichos. Pocos segundos después de instalarnos, empezamos a sentir atacados nuestros pies, tobillos, canillas. Y al bajar la mirada, nos encontramos con unos insectos diminutos, del estilo de los borrachudos (así los llaman en Brasil, no les conozco nombre en castellano) que pican dejando, en el centro de la roncha, un puntito rojo de sangre. Vienen en masa, sin hacer ruido, y no son tampoco tan fáciles de matar. Ni hablar que el repelente no los afecta, así que el almuerzo fue, aún en la sombra, bastante deportivo. Cortamos rapidito las cosas, las ensanguchábamos con celeridad, y a morder y masticar caminando.

La excepción fue Sally, que, entre otras cosas, parece ser inmune a los bichos, o no importarle las picaduras. Sentadita se quedó todo el rato, mientras Mike, Lechu y yo andábamos de un lado para otro, tratando de no quedarnos quietos para no recibir los embistes de los invitados de honor del almuerzo.

Otra nota que dio Sally ese mediodía, que, vale aclarar, ya estábamos un poco molestos con ella, es que, al sentarse, se preparó su tomate, su paltita, su pan, y, antes que todos, empezó a comer. Buena onda.

Así como nos movimos para comer, no teníamos demasiados motivos para quedarnos haciendo sobremesa en ese sitio. Así que nos mojamos las cabezas, cargamos las botellas con agua fresca y volvimos a subir a Bandito para seguir camino. Y al rato llegamos a Caranavi.

Caranavi es una de las localidades más grandes de los yungas bolivianos. La ruta lo atraviesa, asfaltada, y se pueden encontrar negocios de todo tipo. O bastante, al menos, para la zona en la que está. A los costados, se veían las calles subir la cuesta de la montaña, plena de árboles, pero los tiempos no nos daban para aceptar la invitación.

La parada, entonces, consistió en un reaprovisionamiento de pan y frutas (lo que buscábamos en cada pueblo al llegar) y la compra y consumo de refrescos de maracujá, ananá, coco y otras cosas, que vendían en los puestos en la calle. Plena siesta, salimos descalzos del coche y, haciendo zig-zags, buscábamos los lugares de sombra para no quemarnos con el asfalto hirviendo. Ese ir descalzos fue convirtiéndose casi en una marca de los habitantes de Bandito. Donde bajásemos, lo hacíamos sin zapatillas, sandalias ni nada. A pata pila, como le dicen por allá.

Antes de que se hiciera más tarde, decidimos seguir ruta. El objetivo, llegar a Sapecho. Faltaban unos cuantos quilómetros, pero, sin tener demasiado claro cuánto tiempo nos podía llevar recorrerlos, nos propusimos de todas maneras tratar de llegar.

XI
De Zapecho ya habíamos oído hablar, nosotros, en Cochabamba. Fue en un local en la avenida Heroínas, que descubrimos a poco de llegar, donde vendían chocolate de una fábrica local, El Ceibo. Nuestra historia con el Ceibo fue variando a lo largo de nuestra estadía en Cocha.

El primer día hablamos con Daisy, la empleada, que nos contó que había abierto el local hacía poco, haciendo una apuesta por abrir el mercado en Cochabamba. Su familia, nos contó, trabaja en El Ceibo, en el pueblo en el que ella se crío, Sapecho. Y ahora ella está intentando hacerse camino en la ciudad, aunque aún, para el momento en que la conocimos, las ventas no terminaban de arrancar.

Así, varios caminos se cruzaron. La necesidad de Daisy de hacer publicidad, nuestras ganas de comer chocolate (es de li cio so) y los instrumentos nos llevaron a proponerle hacer música en la calle, repartiendo volantes e invitando a la gente al negocio, y, más aún, incluso a hacer un jingle especialmente para El Ceibo.

Lo más raro de todo es que a Daisy le encantó la idea. Aunque nos dijo que, si nos quedábamos más tiempo en Cochabamba, podíamos esperar unos días para inaugurar en una feria de productos hechos sin químicos.

Se imaginarán nuestra emoción. Y lo divertido del desafío. El éxtasis creció aún más cuando seguimos hablando con Daisy, ahora acerca de su pueblo, y se nos ocurrió que podíamos, tal vez, parar en la casa de alguno de sus parientes y hacer talleres en el pueblo. También le gustó la idea.

Vale aclarar, de todas formas, que la comunicación no era de lo más fluida.

Así empezó nuestra relación con Sapecho. Un pueblo que se convirtió, para nosotros, en la única parada casi segura en el camino que, aún sin saber si íbamos a hacer con Bandito, pensábamos hacer en la ruta desde Coroico a Guayará-Mirim, frontera con Brasil. Para entonces, pensábamos llegar con otros tiempos, y con una relación establecida con la familia de Daisy.

Era mediados de noviembre.

Las cosas no fueron, sin embargo, como pensábamos. Las dificultades de comunicación con Daisy, más nuestro propio cuelgue, hicieron que nunca hiciéramos la publicidad. Aún así, siempre mantuvimos la mejor onda con ella. Y cuando llegó el momento de la partida, nos acercamos a charlar acerca de la posible estadía en Zapecho. Pero el panorama tampoco fue el mejor. En donde viven sus padres no hay teléfono, ni tienen celular. Y no hay manera de comunicarse.

Además, nos habló de manera tal de la malaria y los bichos en verano, que no parecía tampoco la mejor opción para quedarse. De cualquier manera, no la descartamos, y pensamos que, si llegábamos con tiempo, podíamos buscarle la vuelta.

Como el lector ya está enterado, esto no fue así. Alrededor de las cinco de la tarde aún faltaban unos cuantos quilómetros para llegar al pueblo, y al día siguiente, por más ganas que tuviéramos de taller, teníamos que seguir para alcanzar la frontera en tiempo y forma. Aún así, era el nombre que teníamos a mano, y no nos parecía una mala opción.

Avanzamos, Mike manejando siempre (hasta varios días de comenzada la ruta no manejó otro). Comenzó el atardecer, y Mike seguía manejando. La ruta se hizo plana, ya no montañosa, y comenzamos a ir más rápido. Se hizo de noche sin que paremos. Y la noche avanzó. Lechu y yo íbamos atrás, tratando de decirle a Mike que estaba bien el tratar de llegar pronto, pero que tampoco hacía tanta falta. Pero la comunicación estaba difícil

Se escuchaba a Bandito golpear su parte inferior contra el suelo, en los pozos, y Mike, aferrado al volante, seguía meta y meta avanzar.

Como a las nueve de la noche, por lo menos, llegamos a un lugar donde había algunas luces, y propusimos parar. Frenamos ahí, y preguntamos dónde estábamos. Puente Alto Beni. Sapecho, nos dijeron, estaba a unos veinte quilómetros.

Lo que implicaba, por lo menos, una media hora de viaje.

Convencimos, finalmente, a Mike, de que no hacía falta seguir ese mismo día. Y decidimos hacer noche ahí. Donde pudiéramos.

XII
Preguntamos, en un negocio aún abierto, si se les ocurría dónde poner las carpas. Nos señalaron un lugar, detrás de la tienda. Un descampado, propiedad, al parecer, de ellos mismos, entre algunas casas.

Puente Alto Beni no es siquiera un pueblo. Es más bien un caserío, con una estación de servicio y un par de negocios, que están junto a un puente relativamente importante en la zona. Llevamos a Bandito detrás del negocio, y comenzamos a ver un lugar en el cual pudiéramos instalarnos.

Bajamos con las linternas a explorar. El sitio que nos habían dicho era puro pastizal, no estaba tan fácil. Pero atrás, entre unos árboles, había algún pedacito de terreno llano, donde un par de carpas podían entrar no tan incómodas.

Esquivamos los chanchos, atados y gritando, caminamos con cuidado de no cruzarnos ninguna víbora, y nos dividimos las tareas: dos a preparar las carpas, dos a cocinar. No recuerdo el menú para esa noche, pero calculo un arroz con curry de mango, que fue una receta bastante habitual.

Aunque nosotros no estábamos excesivamente limpios, y aunque el lugar, nos dimos cuenta al ratito de llegar, tenía cierto olor no muy agradable, producto de estar junto a un baño (en muchas casas fuera de la ciudad, aclaro por las dudas, el baño está afuera) pudimos cenar bastante contentos de estar ahí, y al rato nos fuimos a dormir.

Amaneció, nos despertamos temprano. Y salimos tarde.

Esta vez, las variables fueron otras. Al desayuno siempre de cocción lenta del que no había modo de mover a Sally (pero que, hay que reconocerlo, nos hacía aguantar un buen trecho de la mañana) y el tiempo largo en rearmar el equipaje en Bandito, situaciones cotidianas, le sumamos otra novedosa. La noche anterior habíamos dejado las pilas de la cámara, que estaban totalmente descargadas, recargándose en el negocio que estaba abierto, confiando en que abriera temprano. Pero cuando fuimos a retirarlo, nos encontramos con que los dueños se habían ido a su chacra a carnear chanchos.

Empezamos a buscar opciones: el padre de la dueña vivía enfrente, y una vecina lo fue a buscar. Pero no tenía la llave. Preguntamos si otro vecino no podía tenerla, pero no encontramos ninguno. Averiguamos cómo ir hasta la chacra, y, cuando estábamos por subir a Bandito, apareció, en bici, uno de los chicos de la familia, llave en mano. Nos dio el cargador, con las pilas, y, tras negociar cuánto le pagaríamos (pidió un dinero totalmente excesivo) pudimos irnos en paz. No eran las diez y media, pero tampoco menos de las nueve.

Y el día tendría otra parada inevitable. A veinte kilómetros, nadie quería dejar de pasar por Sapecho. Nosotros, por conocer el pueblo del que tanto habíamos hablado. Todos, para conocer el local de El Ceibo y comprar chocolate.

En el camino, y para la ruta, empecé a preparar un mate. Pero cuando iba a empezar a cebar, llegamos al pueblo. Y propuse postergarlo hasta arrancar de nuevo el camino. De acuerdo estuvieron. Preguntamos por el local del ceibo, y indicaron dónde era.

Chocolate con quinoa, con maní, con pasas de uva, con arroz. Varias variedades, para aprovisionarnos. Y, aún con el amargo trago de que chocolate amargo no había, nos fuimos contentos. Subimos a Bandito con varias tabletas, barritas y otros yeites. Y, para arrancar el segundo día de rally, cuando habíamos hecho dos cuadras, me dispuse a retomar el mate.

Con un inconveniente. Por ningún lado encontraba la bombilla.

(continuará, tal vez en unos días, tal vez antes...)

2 comentarios:

  1. Ay, !qué impresionante! Tengo alguna bombilla demás, ¿cómo hacérselas llegar? Descuento que la habrán encontrado. En fin, si el blog fuera un libro, creo que no pararía de leerlo. aseguro que siento en el cuerpo, la intriga, lpor momentos la emoción, la curiosidad, la rabia, la sorpresa y ternura de algunos encuentros, los bichos también, ay, !cómo pican!
    abrazos
    SilviaP.

    ResponderEliminar
  2. También con ansias esperamos los relatos en casa y no se pueden dejar de leer.¡¡Qué lindo sería que todo esto quede plasmado en un libro.Tenés tanto para contar!! Que se antoja una ronda de lectura de esas experiencias que solo Mar y Lean pueden tener en el mundo,andando... Abrazos y buen viaje!!! Pao

    ResponderEliminar