martes, 12 de enero de 2010

De La Paz a Riberalta (quinta entrega)




XIII

Mate en mano, yerba preparada, sacudido el polvo. Agua caliente en el termo, a la temperatura indicada. Plaza de Sapecho, prontos a subir nuevamente a la ruta. Pero falta la bombilla.

¿Qué pasó? Si la tenía, recién, en la mano.

Preocupación. No es la primera vez en el viaje que pierdo cosas. Y aunque me suele pasar también en Buenos Aires, y en otros lados, estos meses viene estando fatal.

Al mismo tiempo, tampoco podía haber quedado tan lejos. Hacía un ratito nomás que la tenía, y de ahí no nos habíamos movido más que dos cuadras. Pero adentro del coche, nada.

Decidí bajar de Bandito: tal vez al descender antes, para ir al local de chocolates, pudiera haberse caído. Caminé y, al llegar a la esquina donde está El Ceibo, vi un brillo escondido entre el pasto. Me acerqué. Efectivamente, era la bombilla. Casi, casi la perdemos. Pero no.

Hoy, al escribir desde Brasil, sigue con nosotros. A diferencia de unas cuantas cosas que ya no. Pero esa es otra historia. Y parte de ella vendrá en otro capítulo.

Volví hasta el auto bombilla en mano. Subí y, ni bien arrancamos, preparé el mate.

Ya con Puente Alto Beni había comenzado la etapa de los ríos marrones, que sigue hasta ahora, que terminará, recién, con la gran ola que se desata en el encuentro del Amazonas y el océano Atlántico. Hasta entonces, habíamos ido viendo como, desde los pequeños arroyos, saltos angostos, hilos de agua clara, en las alturas, el agua iba cambiando de color, poniéndose más oscura, al tiempo que crecían los verdes y su diversidad en el paisaje, al tiempo que la temperatura subía y subía. Alto Beni, aún en el departamento de La Paz, fue entonces la puerta de entrada a la tierra donde, zigzagueando, uniéndose y creciendo, rugiendo o pasando silenciosos e imponentes, los ríos de la Amazonia empezaron a hacerse compañeros de travesía.

Con ellos, llegarían otros pájaros, las mariposas, las hojas grandes de árboles y plantas. La tierra roja, arcillosa, las lluvias cotidianas, el barro. Las hormigas, mosquitos, abejas, arañas, apareciendo en cada pedacito de suelo, de aire, de pared. La selva que respira.

Y también en este tramo de la ruta, la entrada al departamento del Beni.

Al mismo tiempo, llegarían tramos más largos arriba de Bandito, sin parar. Y, de alguna manera, más monótonos. El paisaje invariable, ladrillo, verde, celeste, en franjas, con las vacas mansas pastando en las pampas. Y en esa supuesta monotonía, una riqueza invaluable.

Además, iban ya varios días de viaje, y en el cuerpo se hacía sentir la quietud. La escritura, en las paradas y, a veces, en el mismo coche, se convirtió, junto con la respiración atenta, dedicada, en un ejercicio de intimidad y de descubrimiento de lo que cambia en lo que permanece. Como rasgando un velo blanco, igualador, y dejando aparecer los matices, los ritmos, las inquietudes sutiles que están ya por el solo hecho de estar vivos.

XIV

Parte de esa escritura fue una anotación mínima, absurda tal vez, pero que se fue convirtiendo en necesaria, casi como un juego de niños. Una lista de los lugares por los que íbamos pasando: pueblos, parajes, estancias comunidades. Nombres que no dicen nada y, al mismo tiempo, invitan, con su sonoridad, con sus ecos, a ideas, lugares, historias.

En adelante, seguirán apareciendo. Acá fueron El Sillar, La Cascada, Quiquibey, La Vertiente, La Chonta, Dosa Hermanos, San Marcos.

Carteles en medio de la ruta, plantados como las vacas, como los árboles. Gente que llegó y se instaló, y puso una marquita que diferencie tanta tierra toda junta, para decir acá estoy, llegué, este es mi lugar, bienvenidos, o no bienvenidos, éste es mi pago.

Cada tanto, gente pasando, en moto o a pie, al costado de la ruta. Poca, muy poca. Y sin apuros. Otros tiempos, otros ritmos.

Y la poesía que va apareciendo en gotitas, con malabares para escribirla sin que los pozos la hagán rayón.

dos mariposas imensas
rojas, blancas, negras
se posan en el barro
al mediodía

(y otra versión)

dos mariposas
posadas en el barro.
conversaciones


de los árboles
de sus ramas
casas colgantes
¿cantarán sus dueños?


muchas mariposas en danza
como un otoño de visita
ineseperada y colorinche
en paisajes remotos.


En el camino, también, dos benteveos. Para mí son buen augurio. Señal de que, aún lejísimo, estoy en casa. No la tomé de nada que haya escuchado, simplemente del canto que me trae a mi tierra, a mi infancia. A gente querida. Pájaros pequenos, de negro, blanco y amarillo, con nombre que va cambiando mucho incluso en castellano, a partir del canto, son también un hogar para mis pasos.

Se cruza un coatí, rápido, pero visible. Se esconde por algún lado.

A los costados, además, cada tanto, casas de madera. Y en sus afueras, entre los árboles, tendales. La ropa, de todos los colores, formas, bailando. Como en un poema de Roberta. O como los que cuelgan también en las ciudades y en los barcos que viajamos.

Esa tarde hablamos de tratar de llegar al lugar en el que pasaríamos la noche cuando aún hubiera luz. Para disfrutar del sitio, para acomodar bien las carpas, para no correr. Así que a eso de las seis propusimos empezar a mirar un rincón que pudiese darnos la bienvenida. No tuvimos que esperar demasiado. Al ratito, a la izquierda, apareció un cartel que señalaba la presencia de una comunidad de productores de miel. Al fondo, una casa, que luego resultaría ser una escuela. Pero entre la casa y la ruta, un terreno grandón, chaqueado, despejado, que podía perfectamente servir para nuestro descanso.

Comunidad San Martín. Entramos con Bandito y, acercándonos a la casa, vimos que había un grupo de gente sentada conversando.

XV

Resultó ser un grupo representando a la comunidad, conversando sobre temas de interés de los vecinos, tomando algunas decisiones. Eran unos diez, de distintas edades. Nos recibieron muy bien, con sonrisa. Y nos dijeron que les parecía que no había problema, pero que, por las dudas, consultemos con el secretario, un tal Sergio Chúngaro. Nos indicaron dónde era la casa, y, con Sally y Lechu, salimos a caminar para buscarla.

Eran unos trescientos metros por la ruta, avanzando en la dirección en que veníamos. Ahí, al pasar una pequeña subida, estaba la casa de Sergio.

Llegamos, aplaudimos, y de la casa salió un chico de unos catorce o quince años. Le preguntamos por Sergio, y nos dijo que no estaba. Pero que él tal vez podía ayudarnos. Le contamos, entonces, lo que necesitábamos. Y por qué íbamos a preguntar ahí. Y nos respondió que no había problema.

Se llamaba Whitman. Pero no sabía que era nombre de poeta.

Volvimos, entonces, con la buena noticia y el atardecer. Y los mosquitos. La gente estaba todavía reunida, ya despidiéndose. Nos dijeron un par de cosas sobre el lugar, y armamos las carpas pegaditas a la escuela, que eso había resultado ser. La producción de miel es ahora algo de otra época. Pero la comunidad sigue funcionando, para decidir, en conjunto, qué cultivar, y tratar de venderlo entre todos.

Antes de que oscureciera, salimos a buscar leña. Por suerte, a cincuenta metros, cuanto mucho, un árbol seco, caído, nos abasteción de cuanto quisiéramos. Llevamos ramas, troncos para armar un par de pilas, suficientes para cocinar y tener luego para seguir el fogón. Todo listo para pasar la noche linda. Sin luz, sin luna, las estrellas.

Cuando estábamos empezando a preparar la comida, polenta con salsa de verduras y ensaladas variadas (qué lujo) vimos llegar una moto. Se paró junto a nosotros y, cuando me acerqué, se presentó como Sergio Chúngaro. Atrás estaba Whitman.

Al principio silencioso, Sergio me estudió un poco, mientras le explicaba quiénes éramos y qué hacíamos ahí. Pareció convencerse, e incluso confiar bastante, porque me empezó a contar, entonces, acerca de la comunidad, su formación y su actualidad.

Él fue el primero en llegar, desde Oruro, hasta estas tierras, que luego se fueron poblando también con gente del Altiplano. Hace treinta y cinco años que se cansó del frío y de la falta de trabajo, y se animó a mandarse. En esa época no había los transportes de ahora, y eso los transportes de ahora ni siquiera son garantía. Pero sobre todo no había ruta, más que una pequeña picada por la que llevaban a veces a los animales.

Sergio caminó cuatro días.

Cuando llegó, chaqueó un pedazo de tierra. Salían, por todos lados, víboras y sapos. Se puso a cultivar, y a vender. "Como Cristóbal Colón", compara.

Con el tiempo, tuvo animales, llegó otra gente, se fue armando una comunidad.

Me cuenta que el nombre de comunidad no es decorativo. Las decisiones se toman en conjunto, hay intercambios no mediados por la plata, cosas que se comparten. Es gente que llegó del altiplano, pienso, con la historia del ayllu.

El nombre de la comunidad fue elegido por el patrono de San Martín, importante en Oruro.

Whitman, a un costado, escucha silencioso. La visita de un grupo de extranjeros es la excusa para contar, para narrar la historia, para una transmisión. Sergio cuenta con ganas, Whitman y yo escuchamos atentos.

Aprovecho para contarle de los talleres, de la FICYP, y me dice que a ellos les encantaría poder recibirnos. Que tratan de aprovechar todo lo que pueden. Claro que será en otro momento, nosotros estamos siguiendo viaje. Pero quedan las ganas muy presentes, un viaje más rural, distinto, con otra gente.

Nos damos la mano, nos despedimos. Y vuelvo al fogón.

Al fondo, hacia la ruta, dos árboles que, con la oscuridad, parecen fantasmas. Comemos, en silencio y casi a oscuras. Luego toco un rato la guitarra. Cada sonido se multiplica en todo el aire.

Nos vamos a dormir. Esperamos, esta vez, levantarnos y salir temprano, en la mañana. Pero la noche no trae buenas noticias.

En algún momento de la madrugada, me despierto escuchando caer, sobre la carpa, una lluvia feroz. Y al levantarnos, no sólo está todo mojado, sino que el agua amenaza seguir cayendo. Y Bandito, parece, necesita además una mano para poder seguir.

2 comentarios:

  1. Martín gracias por estas entregas. Me gustó mucho esta, la escritura, el ritmo del viaje que ya se te metió dentro y que traspira en tus textos. Uno al leerte siente la cadencia del Bandito, la brisa que despiden las alas de los insectos y los pájaros y el sonido de las voces de los que tienen tiempo y no la hora.
    Felicidades por ese viaje a través del lenguaje.
    Alba

    ResponderEliminar
  2. Lindo,lindo,lindo relato... como siempre,como te lo reitero en cada e-mail.Y aquí en casa, con mucha intriga, esperando la sexta entrega...Abrazos!!! Pao

    ResponderEliminar