martes, 29 de diciembre de 2009

De La Paz a Riberalta (primera entrega)




I

“e começo aqui e meço aqui este começo e recomeço e remeço e arremesso
e aqui me meço quando se vive sob a espécie da viagen o que importa
não é a viagen mas o começo da por isso meço por isso começo escrever” (Haroldo de Campos)

Un viaje, un camino. Bajando la cuesta de los andes, acompañando la formación de los ríos. Andando como cambian de color las aguas. Avanzando poco a poco, mientras a los árboles les van creciendo hojas. Y las hojas se van haciendo más grandes.
Una semana, poco más de una semana, en marcha casi todos los días. Poco más de mil kilómetros, desde La Paz hasta Riberalta, del altiplano hasta la amazonía. Cruzando los Yungas, el Alto Beni, las pampas.
La escritura, esculpiendo la experiencia. Las palabras amasando las horas, dando forma a los colores, reinventando los paisajes. Los de adentro y los de afuera.
Escribir un viaje. Contar lo que pasó desde que salimos hasta que llegamos. Contar lo que vimos, lo que sentimos, lo que esperamos, lo que encontramos. Y lo que no. Invitar a viajar con nosotros. A los otros y a nosotros mismos, ahora y alguna otra vez, en el futuro.
Escribir nada más y nada menos como quien cuenta algo que le pasó. Algo fuera de lo ordinario. Quien narra lo vivido, lo nuevo, lo sucedido.
Las palabras van atravesando la historia, el tiempo. El cuerpo. Y comenzamos a andar de nuevo.

II

“La idea de llegar / es una desviación del pensamiento. / La idea de no llegar / hace juego, en cambio, com la trama de la tierra” (Roberto Juarroz)

Muchas veces dije que casi siempre prefiero viajar en ómnibus a hacerlo en avión. No sólo porque puedo, así, ir conociendo los paisajes. También la espera, larga, me da tiempo a ir sedimentando las idas y llegadas. Las distancias. A que se pueda ir quedando lo que se tiene quedar, y lo importante venga conmigo.
Muchas veces, al leer sobre viajes hechos antes de la modernidad, esas largas duraciones me provocan cierta envidia, o algo cercano. Unas ganas de haber vivido en otro tiempo, en el que esos recorridos largos implicaban un esfuerzo grande, una experiencia del camino. Estos días, creo que en Las mil y una noches, leí que un personaje decía que, al fin y al cabo, lo mejor que tiene el hombre para caminar son sus pies.
La envidia también viene de un mundo con lugares realmente lejanos, inaccesibles, vírgenes. Una ilusión, por supuesto, una ficción. Unas cuantas cosas de la modernidad, seguramente, adoraría tener si estuviese en esos tiempos. Aún así, cuando miro los mapas, hay algo que late en los lugares donde las rutas se hacen más difíciles, o incluso desaparecen.
El viaje de La Paz hasta Riberalta tuvo algo de eso, en ambos sentidos. Por un lado, por la velocidad. Actualmente, hacer mil quilómetros en más de una semana, viajando un promedio de seis o siete horas diarias, netas, es poco habitual. Pero así fue con Bandito, compañero de aventuras, yendo a un promedio de veinte o treinta quilómetros por hora, con varios problemas mecánicos, con una ruta, a la que, aún estando mucho mejor de lo esperado, no escaseaba en pozos, barro, huellas altas para nuestras ruedas diminutas.
El resultado es no sólo que llegar sea costoso, algo que, como verán, en estas situaciones valoro. También nos dio lugar a otras miradas entre los andantes, a un contacto permanente y espacioso con el paisaje, a otros diálogos com unos mismo. A que viajar sea una tarea casi artesanal, punto por punto, detalle por detalle, en el que las manos, los ojos, el cuerpo entero están involucrados en el tiempo que pasa.

III
La salida fue, ya, la primera demora. El lunes era el día pautado, y poco antes del mediodía nos encontramos con la idea de llegar esa tarde o noche a Coroico. Sin embargo, tardamos bastante en acomodar los muchos bártulos. Y, además, Bandito no estaba listo. Entre orden y compras fue pasando un par de horas, y aún así, cuando terminamos, no habíamos terminado. Faltaba comprar el juego de cadenas, para poder andar en el barro, y, sobre todo, una cámara de repuesto, para la rueda, sin la cual no podíamos salir.
Según Mike, que había estado buscando por la mañana, no había cámaras del tamaño que necesitábamos en La Paz. Y algún vendedor le había dicho que sólo en El Alto era posible hallarlas.
Como además teníamos ganas de hacer un paseo de compras por ahí, se nos ocurrió que podíamos arrancar ahí la jornada, conseguir lo que hacía falta, en un rato, y luego partir. Pero no era tan fácil.
Por lo pronto, no se nos ocurrió tener en cuenta que, si a Bandito las subidas le cuestan de por sí, por su motor pequeño, más difíciles son cuando está en la altura, donde falta el oxígeno para la combustión. Para los que no conocen, El Alto es una ciudad satélite de La Paz, muy próxima a ella, y unos quinientos metros más alta (de 3600 a 4150). Es sumamente populosa y de gran movimiento: muchos la definen como un gran mercado, y no estoy lejos de suscribir.
Así, el camino a El Alto, que puede llevar quince o veinte minutos en transporte público, y un poco menos en taxi, se transformó en una primera y pequeña odisea. A pleno sol, Bandito avanzaba costosamente, mientras nos pasaban hasta las bicicletas. El motor se paró más de una vez y, si alguna vez intentamos empujarlo, no fue tan fácil recobrar la respiración normal. Todos los inconvenientes recaían en empezar a darnos cuenta que esa noche, probablemente, no íbamos a poder llegar a Coroico. Y, aún sin hablarlo, empezamos a aceptar que no todo iba a salir tal cual lo planeábamos.
Con gran esfuerzo y varias intervenciones de Mike bajo los asientos delanteros (donde no descansan los motores de la fiera) logramos, finalmente, llegar al comienzo de la ciudad suburbana (o sobreurbana, tal vez le quede mejor en algún sentido). Pero las dificultades no se terminaron. Sólo cambiaron de forma. En la avenida principal, nos esperaba un enjambre de trufis (así llaman en Bolivia a unas pequeñas camionetas que funcionan como transporte público) que dejaban el tráfico, si no parado, avanzando muy cada tanto.
Aún sin asumir que ya era casi imposible hacer la ruta planeada en ese mismo día, nos propusimos separarnos para comprar las cosas. Lechu y yo salimos en busca de las cadenas, en la zona que nos habían dicho estaban las ferreterías. Mike (el conductor, neocelandés) y Sally (una inesperada compañera de viaje, amiga de Mike de una reciente estadía en una granja cerca de Santa Cruz, danesa, que nos pidió ir con nosotros para entrar a la selva) iban a por la cámara. Nosotros, de paso, comprábamos algo para comer.
En medio de la avenida (impensable acercarse a la vereda, e innecesario) nos bajamos de Bandito y cruzamos por entre las trufis atoradas hasta llegar a tierra firme. Ahí, en el enjambre de gente, preguntamos por ferreterías. Y nos adentramos, calle adentro, en las multitudes de El Alto. Buscando no sólo las cadenas, sino conseguirlas a un buen precio.
Encontrada la ferretería indicada, nos volvimos a dividir. Yo fui por pan y fiambre, Lechu se quedó cortando metales, con la chola del negocio. Eran veinte cadenitas cortas, de unos veinte centímetros, y otras cuatro más largas, de metro y veinte. Si mal no recuerdo. Anduve un par de cuadras, negocio tras negocio, con las tiendas en la calle ocupando las veredas por completo, y unadensidad urbana de, por lo menos, tres personas por metro cuadrado. Pero logré mi cometido y volví con las bolsas de los víveres. Importante.
Nos reencontramos con Lechu, en la ferretería y terminamos de comprar las cosas, incluyendo una caminata de unas diez cuadras más para comprar alcohol de quemar. Ése era el combustible para nuestra cocina, además de la madera, y tuvo también su pequeño recorrido hasta llegar a él. Desde una tienda vecina a las ferreterías, donde nos indicaron un lugar con certeza, preguntamos por lo menos seis veces (si no más) y obtuvimos respuestas de una seguridad con la que Bergman, Blumberg y Susana estarían felices. Pero cada vez que llegábamos al lugar indicado, obteníamos una respuesta más o menos parecida: “Aquí no hay, ahícito”.
Por suerte, la cadena de fallidos terminó, y alcanzamos las botellas para asegurarnos la cocina. Compramos una, de dos litros. Y aunque después la perderíamos, en el episodio del baúl, nos sirvió durante bastante tiempo.
Terminamos Lechu y yo con las compras. Y llamamos a Mike y Sally (les habíamos dejado nuestro celular, pensando en el momento) a ver dónde estaban. Nos indicaron unas cinco o seis cuadras (terminarían siendo diez o doce), sobre la misma avenida, y hacia allá fuimos.
Nueva odisea. Que, sumada a las anteriores, nos iba acercando frustrantemente a la noche. Caminamos y caminamos, sin encontrarlos. Los llamamos, varias veces, gastamos un dineral, no logramos ponernos de acuerdo en dónde estaban. Finalmente, preguntamos por la zona de las gomerías y, caminando bastante más de lo que pensábamos, con el Lechu tomado por un cansancio inopinado, andando lento y fastidioso, hallamos a Bandito, amarillo, entero, estacionado sobre la avenida.
Pero Mike no había conseguido la cámara. Y estaba convencido de que no había tal en todo El Alto.
Ahí llegamos a la conclusión de que, tal vez, era un problema idiomático. Y lo confirmamos. En el negocio que estaba junto a Bandito mismo, había lo que precisábamos. Lechu preguntó, Lechu encontró. Así que compramos y nos fuimos a ponerla a otra gomería. Cuando terminamos, ya era de noche.
Y, aunque creo que no quisimos decirlo, lo cierto es que, en realidad, no hacía falta haber ido a El Alto.
Conversamos acerca de qué hacer. Y decidimos cruzar nuevamente La Paz, en el camino necesario hacia Coroico, y dormir en algún lugar en el camino, antes de empezar la ruta de la muerte. Sí, porque finalmente, yendo muy despacio (que no se alarmen las madres) y comprobando, luego, que era mucho menos peligrosa que otras rutas que vinieron después, fue ése el camino que elegimos.
Bajamos de El Alto, cruzamos La Paz en buena parte, y, alejándonos unos cuantos quilómetros, encontramos una estación de servicio junto a la cual pensamos que podíamos dormir. Bajamos de Bandito. Noche estrellada, fría. La última noche en el Altiplano.
Preguntamos al encargado de la estación si se le ocurría algún lugar para armar la carpa, y nos indicó un caminito que, junto a la ruta, subía una loma. Hacia ahí llevamos a Bandito, y, después de recorrer unos cien metros, hacia arriba, frenamos. Parecía un buen lugar. Pero este episodio merece, ya, un capítulo aparte.

3 comentarios:

  1. Nos quedamos con la intriga de como sigue esta historia...habiendo leido yo en voz alta, en el comedor diario, antes y despues de la cena, con el Pepe y el Sr Ramirez escuchando atentamente.....

    ResponderEliminar
  2. Ey! yo también... cómo que queda ahí el relato???

    ResponderEliminar
  3. Esa es la idea, gente.

    Folletín. Por ese lado vamos.

    Además, si no voy por entregas no me lo lee nadie, que va a quedar largote.

    Ahorita sigo, antes quería publicar las estampas de Guajará.

    Abrazos

    ResponderEliminar