martes, 29 de diciembre de 2009

De La Paz a Riberalta (segunda entrega)




IV

Parecía un buen lugar, campo arriba. Un poco más despejado de arbustos que como venía antes el costado del camino, un terreno que, con optimismo, se podía considerar plano.

Pero cuando bajamos del lugar nos dimos cuenta que no iba a estar tan fácil el armado de la carpa. No sólo el frío, que paralizaba las manos. Sin cerro al costado, sin árboles a la vista, el viento corría furioso de un lado para el otro. Tal como bajamos del coche, volvimos a subirnos. Y a decidir cómo íbamos a pasar la noche.

Acá empezarán a quererlo, a Bandito. Porque, aunque pequeño, logró albergarnos, esa noche, a los cuatro acostados uno pegadito al otro. No es que fuera el cincoestrellato (que ya aparecerá más luego) en camas y holguras, pero podíamos decir, parafraseando a un gran amigo, que estábamos tranquilos, teníamos nuestro colchón. Es cierto que no todos quedamos tranquilos, pero eso lo veríamos después.

Bandito, digno heredero de unos cuantos dibujos animados de nuestra infancia, se transformó, de pronto, de un coche con dos filas de asientos y baúl a una cama rodante, levemente acolchonada, lo suficientemente larga y casi suficientemente ancha como para acomodarnos, en cuarteto, en su interior. Y, arropados con lo primero que teníamos a mano, incluyendo los aguayos antiguos comprados en La Paz, nos dispusimos para dormir.

Enyoguizarse, más vale. La respiración calma, el cuerpo relajado. A no desesperarse. Que los pies tocan los hombros de los compañeros, de la nariz al techo está lejos de haber medio metro, que cualquier movimiento brusco y en falso puede hacer doler a los demás. Ojos cerrados, a pensar en otra cosa, y que venga el sueño.

Y así fue. Aunque no para todos.

La disposición de los cuerpos, de un lado al otro, era: Mike, Sally, yo, Lechu. Luego de un buen rato de dormir, relativamente templado, siento de pronto algún frío, y registro que el compañero de la derecha, léase el mismo con el que estamos conviviendo hoy hace casi cuatro meses, se ausentó del coche devenido en hogar. Me intriga la salida, más teniendo en cuenta el frío que hacía afuera. Y presupongo una urgencia estomacal, que lo habría obligado a bajar hasta la estación de servicio en busca de un baño, o al menos de un lugar sin tanto viento.

Creí confirmar mi hipótesis rato después. Lechu vuelve (por supuesto que era más que imposible preguntarle qué onda) se acostó un rato, y, pasado algún tiempo, se ausenta nuevamente. Otra vez al baño, imagino.

A todo esto, vale aclarar, cada vez que quedábamos tres en Bandito, me atacaba el frío. Que, en ese momento al menos, el rol más importante de mi amigo casi hermano era el de hacer de abrigo y cubrirme la entrada del chiflete del costado.

Mi hipótesis no era, sin embargo, la correcta. Y me iba a enterar de mi error sin que ni siquiera venga la mañana.

Siendo noche aún, aunque cerca de amanecer, con el Lechu al fin durmiendo a mi lado (observen qué romántico) siento que golpean a la ventana de Bandito. Y que Lechu entabla un diálogo no muy amistoso con un señor, que nos estaba instando a irnos. No eran, aclaro, ni las seis de la mañana. Y la comunicación, muy difícil.

El hombre, dueño de una casa que estaba a unos cien metros, y, evidentemente, del terreno, parecía entre asustado y enojado por nuestra presencia, y amenazaba con llamar al coronel.

Tampoco nosotos sabemos quién era el coronel.

No hubo forma de explicarle que estábamos pasando sólo esta noche, que en un rato nos íbamos, que nos moríamos de sueño y queríamos dormir un rato más.

Y si no hubo forma de explicarle algo tan sencillo, menos hubiera podido Lechu contarle cómo, al rato de entar a la camioneta para dormir, comenzó a sentirse sin aire, encerrado, y, aún con el frío intensísimo afuera, debió salir para respirar. Como se quedó un rato afuera, y, cuando pensó que ya estaba bien, volvió a entrar, pero luego de unos minutos sin poder dormirse se dio cuenta que nuevamente necesitaba estar afuera, y se quedó rato largo, hasta que de nuevo pudo entrar, y así hasta que, ya pasadas varias horas de la noche, logró empezar a adormecerse.

Y golpearon a la ventana.

Claro que todo esto no se lo contó Lechu al señor que nos despertó, sino que me lo dijo a mí, poco después, ya abajo, en la ruta, tratando de irnos antes de que llegue el coronel. Porque en ningún momento el señor aceptó dejar de llamarlo, aún cuando partiéramos en ese mismo instante.

Seis de la mañana. A cambio del madrugón indeseado, un hermoso amanecer. Y todas las horas del mundo para comenzar a andar.

En ruta, entonces, los últimos quilómetros del altiplano, hasta el camino de la muerte.

V
Paramos a desayunar en el camino, junto a una tranca (así llaman en Bolivia al peaje). Café, mate de coca, algún pancito, una que otra galleta. Las cholas de la zona, levantadas desde muy temprano, estaban ya en sus puestos para asistir a los viajeros.

Al Lechu, aún muerto de sueño y aterido de frío, hubo que llevarle el mate de coca al coche, no sin antes convencer a la dueña de la taza de que la vajilla no se iba con nosotros. Nos repusimos un poco de la temprana levantada, y seguimos viaje. Pocos quilómetros después llegamos hasta la cumbre, y, en seguida, un control policial. Bajamos, fuimos al baño, empezamos a disfrutar del sol que empezaba a calentar, de a poco.

Comenzaba el descenso de las cimas de los Andes. A nuestra derecha, una quebrada inmensa, con un pequeño arroyo al fondo. En la otra pared de la montaña, enfrente, la primera cascada del camino. Linda en esa hora de la mañana, mensajera de lo que estaba por venir. Media horita de relajo, y luego a seguir.

El paisaje comenzó a ponerse más poblado de verdes. Arbustos más altos, plantas más grandes, y hasta algunos árboles empezaban a destacar luego de tanto desierto. Aparecían otros pájaros, mientras el camino, con curvas suaves, iba bajando de a poco. A la derecha seguía la quebrada, cielo abierto arriba.

Al rato encontramos un sitio y paramos a desayunar. El menú, que iba a convertirse en base de cada día, propuesto con entusiasmo desmesurado (que también iba a estar cada día, para esa misma base) por Sally: avena con frutas. A encender el fuego, buscar leña para poner en el techo, por las dudas, y preparar lo que nos iba a sustentar por un rato largo.

La verdad, y para mi sorpresa, rico. Más de lo que fue otras veces, en las cuales, creo, quién lo preparó le había puesto azúcar en demasía. Ahora, no se si porque le tomé cariño, le encontré el gusto o me acostumbré, pienso incorporarlo a mi dieta en Buenos Aires. Quizá.

Luego de desayunar, agarramos el bombito: un bombo leguero pequeño de reciente adquisición en La Paz (y que no iba a durar demasiado) y, guitarra y trombón (Mike es trombonista, también) largamos unas zambas. Y seguimos camino.

Pronto debía aparecer la división de rutas. Y, a nuestra derecha, el comienzo de la afamada ruta de la muerte.

Íbamos con entusiasmo al encuentro de este camino. Primero, porque teníamos varios comentarios de que los paisajes eran, allí, muy hermosos. Segundo, porque sabíamos que, con la escasa velocidad a la que Bandito puede llegar, "el de la muerte" le quedaba, al menos, raro. Más porque no teníamos apuro, y sí ganas de ir conéctandonos lindo y de a poco con la naturaleza alrededor.

Preguntamos un par de veces, para no pasarnos. Y, finalmente, apareció. Por supuesto, sin un cartel. Pero clara como la única bifurcación en unos cuantos kilómetros, y con una pendiente interesante. Al camino de tierra, entonces. Hacia Coroico. Hacia Los Yungas. A empezar, ahora en serio, el camino al Amazonas.

VI
Cada tanto cae agua de golpe. En chorros poderosos, pequeñas tormentas eternas. Se siente la humedad, desde unos segundos antes, y de repente se larga. Furiosa. Al costado, no llueve, adelante tampoco. Son unos segundos de atravesar la cascada y el sol empieza de nuevo a secar todo.

Cada tanto el precipicio pone inmensa la envidia que, naturalmente, ya les tengo a los pájaros. Tanto aire, tanto. Y tan lindo todo alrededor. Pero el coche dobla, sigue camino, pegadito a los muros. Como mucho, parar para sacar fotos, no sin vértigo.

La cosa empieza a ponerse verde, empieza a tomar otro color de vida. Se cruzan las mariposas por arriba, por adelante, por los costados.

Nosotros vamos despacio, sin apuro, parando mucho. Gozándola.

Cada tanto, los ciclistas nos pasan. Cada tanto, los encontramos descansando en algún recodo del camino. Desde La Paz se ofrecen excursiones de mountain bike, aprovechando la fama del camino. Y no sólo la fama. Realmente parece valer la pena, aunque cuesta unos cuantos dólares.

Es increíble la cantidad de metros que bajamos en un rato. Vamos rodeando la montaña como carcomiéndola, dándole vueltas. Bajando, bajando, bajando.

Es también increíble que hayamos pasado la noche anterior en un lugar tan árido, y tan cerca.

Al mismo tiempo, sabemos que es aún muy distinto a lo que falta. El agua, límpida, recuerda que el Illimani, con las nieves eternas, tampoco está tan lejos. Se ven las puntas de los cerros, se ve que los chorros están aún jóvenes, próximos a las nacientes. De ellos cargamos agua para tomar, llenando las botellas.

En una de estas paradas, el chofer de una camioneta de la excursión de las bicis se para al lado nuestro y conversamos con él. Nos explica algunas cosas del camino: que, en algunos tramos, hay que manejar a la izquierda, para dejar pasar a los que suben por el lado de adentro; que lo mismo es en cierto tramo de la ruta hasta Caranavi; que, para llegar a Coroico, se arriba primero a otro pueblo, abajo, Yolosa, y de ahí hay que subir siete quilómetros. Tememos por el motor de Bandito, pero también tenemos fe. Y paciencia.

Llegamos a Yolosa al mediodía. Ahí almorzamos, cocinando unos fideos con una salsa de mangos exquisita (otra ocurrencia de Sally, cuyo mundo gastronómico parece girar, básicamente en torno al mango, la avena, el pan y la banana, todo con entusiasmo desbordante) y nos bañamos en el río, un rato. Descansamos un poco y arrancamos la subida. con el comienzo de la tarde, que, de a poco, empieza a hacer bajar el sol.

El camino es de piedra, lindo, y volvemos a ver desde arriba toda la quebrada, y desde el otro lado de la quebrada la ruta que hemos recorrido. Luego de hora y pico, llegamos a una tranca. Bienvenidos a Coroico.

Será acá la noche, y el último día de descanso antes del rally. Pero aún no sabemos lo que nos espera. Seguimos creyendo que son muchos menos quilómetros de los que nos enteraríamos al día siguiente.

Mientras tanto, llegamos al pueblo y vamos a buscar un lugar donde acampar.

7 comentarios:

  1. hermoso el relato martincinho. hermosos los paisajes imagino. habrá que hacerle un monumento a la bandito o a lo que quede de ella. muy buenas las últimas fotos. espero ansioso la continuación. abrazo
    mk

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  2. Uff que manera de conectarse uno con las palabras...
    Cuando son tan claras y descriptivas no hace falta mas, que dejarse llevar...
    Lindo Martin... esperamos mas!!!!
    Abrazo,
    Bar

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  3. Bello relato. Puedo sentir , oler y gustar esos paisajes de selva y montaña.
    La humedad de la lluvia, el frio de la noche el calor del fuego.
    Quiero mas
    Abrazos y besos

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  4. estoy viajando con ustedes!!!!!hermosas imagenes. Y veo que bien alimentados por el entusiasmo y la dieta de Sally!!!

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  5. Me encanta irme a dormir con ese relato, voy viéndolo, recordando el arruyo de su voz, y ya me dan ganas de andar por esos lados.
    Me impresiona a la vez todo lo que está pudiendo transmitir con las palabras.
    Abrazos

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  6. Lo mejor para ustedes. Levanto la copa para brindar con ustedes, por ustedes por el viaje y por lo hermoso de seguir compartiendo semejante intensidad.
    Los abrazo.Silvia.P

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  7. yo la verdad que me quedé con la intriga de quien será el coronel....bien vale aunque sea un cuento....¿existirá el tal coronel? mmmmmmm...to be continued.....en el 2010...el 2009 se nos escurre entre las manos.....

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